El inventor norteamericano de origen serbio Nikola Tesla (Smiljan, zona de mayoría serbia de la actual Croacia 1856-Nueva York, 1943) es una figura fundamental de la historia del progreso. Podemos afirmar que sus descubrimientos, inventos, aportaciones y vaticinios permitieron el desarrollo de la civilización eléctrica en la que todavía vivimos. Tesla concibió la corriente alterna y la radio, también fue pionero en tecnologías visionarias para su época como la robótica, los aviones de despegue vertical, las armas teledirigidas, las lámparas de bajo consumo, las energías alternativas o la transmisión inalámbrica de electricidad… Y sin embargo, tras caer en desgracia en los albores del siglo XX, murió y residió en el olvido hasta los albores de nuestro siglo XXI. Resulta incomprensible, dada la enorme trascendencia de su trabajo, comparable a la de sus rivales Thomas A. Edison y Guglielmo Marconi, ambos por cierto aficionados a husmear en sus patentes. Tesla, epítome del genio romántico, obsesionado con su trabajo y poco dado a los asuntos mundanos, tuvo mala suerte en los negocios y perdió el mérito histórico de sus contribuciones a favor de otros inventores más hábiles comercialmente hablando. A la postre, el nuevo capitalismo surgido de la Segunda Revolución Industrial desconfió de aquél que no se había hecho rico con sus inventos y lo relegó a la soledad de una habitación del hotel New Yorker. Allí murió Tesla, que había pasado de ser un atractivo y brillante científico europeo a un viejo que daba de comer a las palomas y mascullaba locas ideas sobre un futuro inalámbrico.